Los molinos hidráulicos
Los molinos eran imprescindibles hasta la década de los sesenta, a partir de entonces comenzaron a desaparecer. En Lozoyuela-Navas-Sieteiglesias había dos molinos que se encuentran actualmente en ruinas, el Molino de Mazacorta y el Molino del Mocarral. Este abandono fue debido, en parte, a la competencia de las fábricas, que disponían de mejores medios y herramientas, pero principalmente tiene relación con los problemas a los que se enfrentaba el sector agrario en general, es decir, con la crisis agraria y el abandono paulatino de los campos.
Durante el siglo XX se sembraba mucho por todos los pueblos de esta zona y, pese a ser un terreno que no es de buena calidad, gran parte de la población eran labradores y todas las tierras se encontraban sembradas. Los cultivos más habituales de cereales eran trigo, centeno, cebada y algarrobas, y todo ese grano había que molerlo en los molinos. La gente cogía el burro o el carro, cargaban el saco y se dirigía al molino.


El trigo se destinaba al consumo humano, fundamentalmente para hacer harina y elaborar pan, y para molerlo se empleaban unas muelas de pedernal que se llaman piedras francesas. Estas eran muy duras, por lo que no soltaban nada de arena. Sin embargo, cuando se molía para el ganado se utilizaban piedras de la zona, que eran más blandas y soltaban partículas que se mezclaban con la harina. Para alimentar a las vacas, los cerdos, las ovejas y las gallinas habitualmente se empleaban el centeno, la cebada y las algarrobas, siendo estas últimas las más utilizadas para las vacas.
El molino dispone de un sistema con dos piedras, una piedra fija abajo y otra que da vueltas encima. Las muelas utilizadas eran habitualmente de 1,30 m de diámetro, aunque también había un molino de 1,40 m, con un agujero en el centro de treinta centímetros. Por el agujero que tenía la de abajo, subía un eje de turbinas. Los molinos de esta época se movían todos por la fuerza del agua, aprovechando la energía de los ríos gracias a un salto de agua que se conseguía gracias a una presa, por lo que cuanto más desnivel tuviera, más fuerza hacía el agua. El agua caía a unas turbinas, que empezaban a dar vueltas y, a través de un eje que encajaba en la piedra de arriba por medio de un gancho, la hacía girar.

Las muelas había que picarlas para que hiciesen su función, tanto la de arriba como la de abajo. Había que hacer unas estrías, que se llamaban abanicos, compuestas por tres rayas, que se tallaban de mayor a menor, para que el grano entrase. Si las piedras fuesen planas, el grano no se introduciría correctamente entre ambas. De esta manera, las semillas se introducían en los rayones, que es como se llamaban estas hendiduras, daban una vuelta, y egresaban por una salida destinada para tal fin, que se denominaba boquilla, por donde caía el trigo molido al saco previamente colocado.
La muela de arriba disponía de un mecanismo que permitía subirla y bajarla para seleccionar el espesor deseado de la harina, pudiendo realizar un polvo más fino o más vasto en función del uso al que fuera destinado. Este sistema funcionaba con unas palancas que actuaban sobre el eje denominadas alivio. De esta manera, para las vacas, por ejemplo, se hacía una harina mucho más gorda, para los cerdos más fina y para comer más fina todavía.
A la hora de moler había que prestar mucha atención, ya que si se terminaba el grano la fricción producida entre las dos piedras generaba mucho calor y empezaban a salir llamas. Esta es una de las causas habituales de los incendios en los molinos tradicionales, un fenómeno bastante frecuente con trágicas consecuencias, sobre todo si se molía de noche.
Durante las décadas de los cuarenta y cincuenta era muy habitual moler de noche. Hubo muchos años durante la dictadura, cuando el estraperlo, que no se podía moler, había que entregarlo todo al Servicio Nacional del Trigo en las fábricas. Si venía la Fiscalía y te sorprendían moliendo en contra de las restricciones, te multaban y precintaban las piedras de los molinos, y ya no podías moler. Lo que hacían los molineros era quitar el precinto por la noche y luego por el día lo volvían a poner por si venía la Fiscalía o la guardia civil.
Debido a que el dinero no intervenía en los intercambios durante esta época, siendo el trueque algo habitual en la vida diaria, los molineros sacaban el fruto de su trabajo con el mismo grano que los vecinos llevaban a moler. De esta manera, al molinero se le pagaba por su labor en grano, por cada fanega que se llevaba a moler, el molinero se quedaba un celemín en concepto del trabajo realizado. Esto hizo que los molineros tuvieran fama de ladrones, como evidencia el dicho popular que reza “de molino mudarás, pero del ladrón no saldrás”, a lo que los ellos contestaban “te bendigo saco y un celemín te saco”.